lunes, 14 de mayo de 2012

El brasero. (Relato).

Basado en hechos reales.

Veo ciertos rituales dónde la gente camina descalza por un sembrado de brasas en ascuas.

- ¿No se queman? Pregunté en una ocasión, no hace mucho.
- No, no se queman. Es meditación.

Falta de meditación, debió ser eso. Me faltó meditación cuando quemé mi trasero.

Esa noche hacía mucho frío. Mi madre tenia una “cocinica” (como ella decía), en el patio. Costumbre tonta de mucha gente por no untar la de casa.
La chimenea del salón nunca la vi encendida. Estaba blanca como la nieve, bien pintada de cal y solo de adorno.
Mamá se empeñaba en decir que hacía humo. Puede ser, o pude también que ella no quisiera ennegrecerla o tener los palos por en medio ya que no estaban cortados a medida, mi padre no tenía mucha afición por cortar leña. Zampaba un tronco que podría cruzar muy bien el salón entero y tardar una semana en quemarse (esto lo veía en casa de mi tía Teresa o mi padrino Agustín), porque en la nuestra por motivos que fueren nunca se encendió, que yo recuerde.
Mi madre, nerviosa de nacimiento, y así sigue, no tenía paciencia para la preparación del brasero, en la calle, haciendo pico de esquina y a media tarde. El brasero a mi me parecía una especie de casco Don Quijote, al revés, con dos asas a los lados y un montículo de ceniza encima tipo ensaladilla rusa, solo faltaban los pepinillos.
Una vez preparado se ponía bajo la mesa camilla, de vez en cuando se removía la ceniza para que salieran unas diminutas brasas que daban buen calor.
Mi madre raras veces hacía esto, ella encendía la cocina del patio y cuando estaban las brasas para asar un trozo de tocino pinchado en un palo, las sacaba, sin tocino, claro, las ponía en una llanta vieja que ya no servía para los rollos de Navidad y con dos tenazas la agarraba por ambos lados para meterla a casa. Yo aunque era muy pequeña sufría, porque mamá siempre nos decía que no saliéramos con frío y sin embargo ella se iba al patio a por brasas en plena noche.
La verdad es que las tres niñas no pasábamos frío, de no haber tenido piernas, claro. Muy abrigadas por arriba pero, ¿los garrones que??
Entonces no habían leotardos, ni medias de niña ni nada de esto que hay ahora. Unos calcetines cortos y una falda corta, eso sí, bien pomposa, pero corta. A mis hermanas y a mi saltando en algunos de nuestros juegos se nos quedaban las faldas tipo parapente por encima de la cabeza.

- Voy por brasas, - dijo mi madre -.
- Yo contigo, - contesté -.
- No, tu quédate, hace mucho frío.

Pero yo, perro faldero de mi madre me fui con ella.
Cargó sus brasas de la cocina exterior y mi padre abrió la puerta para que entrara al salón con el ansiado calor. Era una noche fría.
No sé que me encandiló en la cocina, quedé allí mirando el resto de las brasas.
Cuándo salí tras mi madre y entré en casa me topé de lleno con la bandeja de un rojo candescente que parecía un trozo de infierno.

Aún tengo grabado en mi mente el cuadro de las almas del Purgatorio que teníamos en nuestra habitación. Un cuadro “ideal” para dormir los niños en paz y armonía. En la parte baja de la imagen se veía mucho fuego, gente con cara de dolor quemándose, los brazos en alto suplicando que les sacaran de allí. En la parte de arriba no recuerdo bien quién les daba la mano, si el Señor o la Virgen y algunos´Ángeles , porque mis ojos se fijaban mucho mas todas las noches hacia estos pobres desgraciados achicharrándose.

Al encontrarme de frente con la vieja llanta de brasas, intenté saltarla a lo largo.
Tuve mal cálculo, puse el talón justo en el borde final. Mi falda se subió de paracaídas y las brasas volaron hacia mis piernas y trasero.

- Hala, hala, ¡qué desastre!, si antes las traigo antes las esturreas por el salón. -Dijo mi madre-
- La zagala se ha quemado, - contestó mi padre-
- Lo que faltaba, ¿como te has quemado?. A ver, a ver... ¡Madre mía!

Me llevaron a la cama, me pusieron panza abajo y empezaron las carreras. Mi padre recogiendo brasas esparramadas y mi madre buscando algún ungüento para ponerme en las partes afectadas.

Pasé varios días boca abajo, no podía rozarme ropa alguna hasta la cintura. Lo mas gracioso es que no recuerdo haber pasado frío, eso sí, nada de poner sentarme en silla alguna.
No sé que milagro obraría mi madre, se me curaron las quemaduras sin dejar ninguna cicatriz. Las madres lo curan todo.

Desde aquella noche mi obsesión por mirar el cuadro colgado justo enfrente de mi cama era cada vez mayor, me apenaba mucho imaginar el dolor de esa gente metida en fuego.

Mari Carmen.

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