Ahora está muy de moda enseñar a los
niños la importancia de compartir. Antes, era lo mismo, aunque se
llamaba distinto: “¡Déjaselo! ¡Déjaselo o te arreo un
pescozón!
La palabra correcta a esta acción que
predican padres y profesores es compartir.
Hay que ser solidarios y compartir
juguetes, comida, chuches, etc...
A los niños no les hace mucha gracia
esto, sobre todo cuando es para dar, y prefieren aplicar la enseñanza
solo para recibir, aunque para eso no hay que ser niños. A los
mayores les pasa lo mismo.
Padres machacones siempre insistiendo,
día tras día, año tras año, hasta que al final se terminan
aprendiendo la lección.
Según edad, se comparten: galletas,
caramelos, el monopatín, la bici, la novia, alegrías, penas, amor,
cariño, abrazos, los nietos, deudas, (de esto último no sé por
qué, es de lo que más me llega) Pero, no nos quejaremos, siempre es
bueno que se acuerden de uno, cada cual con lo que pueda ofrecer y
tenga intención de dar.
Recuerdo el compartir que teníamos en
casa cuando éramos jovenzuelas las tres hermanas. Siempre
compartíamos ropa. Osea, la primera que se arreglaba de domingo, se
ponía la que mas le gustaba, y las otras que se apañaran después
entre gritos y gruñijas.
Lo peor eran los pantalones. Mi hermana
mediana tenía mas estatura que yo, con lo cual sus pantalones me
arrastraban, y por fuerza tenía que ponerle unos alfileres (sin que
se vieran) en los bajos, para salir del paso cuando yo me los ponía.
Ella, la muy... como los míos le estaban rapicortos se limitaba a
descoser las patas y cuando volvían de nuevo a mi tenía que volver
a coser. Esto me recordaba en cada ocasión que cualquier día
tendría que matarla pero nunca llegaba el momento.
La pequeña iba a su bola. Ahí nos
dimos cuenta que le faltaba oído. Salía disparada con lo que mas le
gustaba puesto y las dos restantes dándole gritos, “ Ehh, que te
has puesto mi jersey!! ¡¡Oyee y mis pantalones!!” pero ella ni
caso, como si no nos oyera, yo creo que de tanto practicar en su
juventud, ahora se nos está quedando sorda.
Con la comida pasaba igual, éramos muy
solidarias con esas cosas, cada vez que mi madre cocinaba paella de
“arroz con conejo”... No sé que le pasaban a los conejos de mi
madre que no tenían ni riñones ni hígado. Pues sí, era un
misterio. Mi madre juraba que los había echado a la paella. Ninguna
de las tres se los había comido, pero allí nunca estaban.
Mi padre si que sabía compartir. El
aperitivo que mas le gustaba era una lechuga mojada en sal. Y ahí
estaban los seis ojos de sus tres niñas mirando como deshojaba la
hortaliza, hoja tras hoja, hasta llegar al tronco. Era lo que mas le
gustaba a él y lo que estábamos esperando nosotras, el tronco pelado.
Cuando ya le quedaban muy pocas por
quitar empezaba a sonreír y mirarnos las caras. Sin decir nada
cogía ese tronco y le hacía una cruz central de arriba abajo
quedando cuatro trozos iguales. Nos daba uno a cada una de nosotras y
el cuarto lo partía por la mitad y lo compartía con mi madre.
¡Qué forma mas bonita de compartir!.
Mari Carmen.
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