13
Febrero
Tal
día como hoy del año 1864 nació en Villanueva de la
Serena (provincia de Badajoz) el poeta Felipe Trigo,
más conocido como escritor de cuentos.
Aquí
os pongo uno de ellos.
LA
PRIMERA CONQUISTA
Me había dado mi tía dos
reales y compré con ellos todo lo siguiente:
Cinco céntimos de pitillos.
Dos céntimos de fósforos de
cartón.
Ocho céntimos de americanas.
Diez céntimos de peladillas
de Elvas.
Y un mi buen real de
confetti,
porque era Carnaval.
Con todas estas cosas,
convenientemente repartidas por los bolsillos, excepto un cigarro,
que echaba en mi boca más humo que una fábrica de luz, me dirigí a
San Francisco por la calle de Santa Catalina abajo, marchando tan
arrogante y derecho, que no pude menos de creer que era un capitán,
que durante un rato fue detrás, pensaría:
—Será militar este
muchacho.
El paseo estaba animadísimo.
Pronto hallé amigos y caras conocidas entre las nenas. Yo reservaba
mis confettis
(que entonces no se llamaban así) para Olimpia, la morenilla que iba
a la escuela frente al Instituto. Pero Soledaíta, una rubia traviesa
que al brazo con sus compañeras nos tropezó en la revuelta de un
boj, se dirigió a mí resueltamente, mordió su cartucho de papeles
y me los regó por los hombros.
Soledad era muy mona (y aun
creo que lo es). Yo salí del lance lleno de vanidad; y haciendo una
vuelta hábil por los jardines, volví a encontrarme frente a frente
con ella. Llevaba en cada mano dos cartuchos, me adelanté hacia la
rubilla traviesa y los sacudí con saña sobre su cabeza, que quedaba
poco después, y los encajes de su vestido de medio largo, como si
les hubiera caído una nevada de copos de mil colores. Mis papeles
eran finos; de lo más caro que se vendía, con mucho rojo, azul y
dorado… Cuando Soledad pudo abrir los ojos, limpiándose entre
carcajadas los papelillos de las pestañas, la ofrecí almendras.
Ella me dio un caramelo de los Alpes.
—¡Declárate, no seas
tonto! —dijeron mis amigos con envidia. Y sobre todo, con interés
egoísta, Juan, que rondaba a otra muchacha prima de Soledad. Así
pasearíamos juntos la misma calle.
Fui al aguaducho de enfrente,
donde tenía mis ciertos conocimientos, porque allí nos convidamos
unos a otros a anís en tiempos de exámenes, y escribí en el mejor
papel que pude:
«Señorita:
Hace mucho tiempo que mi corazón, impulsado por los resortes
misteriosos del amor, se agita extraordinariamente en el océano de
las incertidumbres. Sí, desde que vi la divina luz de sus ojos perdí
el sosiego; y si le interesa a usted la felicidad de un pobre
desesperado de la vida, désela usted con un anhelado sí de
bienandanza a quien por usted se muere a la vez que se ofrece su más
rendido servidor, q.s.p. b…».
Diez minutos después,
sombrero en mano y con toda la finura posible, estaba delante de
Soledad:
—Señorita, ¿será usted
tan amable que quiera aceptar esta carta?
—¡Pronto, que nos va a ver
mi criada! —dijo— arrebatándola y guardándosela arrugada en el
peto de la blusa.
Uno de mis amigos, que
vigilaban la escena escondidos en los rosales, gritó en este,
momento:
—¡Cu, cu!
Así lo hubiera partido un
rayo.
—Y diga usted, señorita,
¿cuándo me entregará usted la ansiada contestación?
—Mañana.
—¿Aquí?
—Sí, hombre. No sea usted
pesado.
Y dio un revuelo y se unió a
las otras.
Yo me quedé como tonto,
sintiendo unos calambres del corazón, admirado de mi osadía y
encantado de mi fortuna. No hablé más en toda la tarde y hubiese
dado todas las almendras y los cacahuetes que me quedaban porque
llegara en seguida la siguiente.
Pero aquella noche fui con mi
familia a ver Don
Juan Tenorio, que
ponían en el teatro fuera de época, no sé por qué. Y a la salida
pillé unas anginas como para mí solo. Ocho días de cama, con
fiebre. Los autores no han podido averiguar si en los delirios de mis
cuarenta grados puse el nombre de Soledad; pero lo que sí recuerdo
bien es que al tercer día de convalecencia se me entregó una carta
suya, con todos los signos en el sobre de haber sido abierta, y con
todas las señales en la cara de mis parientes de haberse reído de
la carta y de mí.
«Caballero
—decía la carta—, a la rendida pasión que me pinta usted en la
suya, y que yo creo sinceramente, no puedo ofrecer otro premio que el
de la amistad. Si usted sabe ganarse mi corazón, solo Dios puede
decir el porvenir que nos reserva; s. s. s., Soledad».
Y añadía por debajo:
«No pase mucho por mi calle,
porque mi papá pudiera berlo y hecharle a husted un jarro de agua el
domingo al anochecer puede husted hablarme en mi bentana».
Bueno, salvo la letra, que
era de segunda, y la postdata, que era original, la epístola no
estaba mal copiada.
Era precisamente el modelo
que continuaba a la mía en el Epistolario
del amor para uso de damas y galanes.
Desde entonces, Juan y yo
rondábamos juntos a las primitas. Fueron nuestras novias muchos
meses. Siempre que anochecido las encontrábamos reunidas en la reja,
nos deteníamos. Cuando en la reja estaba una y pasábamos los dos,
también; y hasta se dio el caso de que uno solo se parase en la
ventana con ambas.
Lo que no llegó a ocurrir
jamás fue que uno solo se atreviera a acercarse cuando su novia
estaba sola.
Una vez me sucedió a mí,
por excepción y por pura sorpresa, y pasé las de San Quintín.
¿Qué demonios iba yo a
decirle?
Felipe
Trigo (1864-1916 ) Poeta español.