7
Abril
La
sombra de mi padre habita en mí.
la
buena sombra, la que abrillanta el sol.
Aunque
era serio y prudentísimo, jamás escatimó
una
caricia, una sonrisa, una pulsión de amor.
Hoy
le veo en el carro de las frutas, las especias,
los
pescados, las aceitunas y el arroz.
Recuerdo
que renqueaba y que cantaba ante el armonio
en
las misas del pueblo con ardor.
Su
garganta morena resonaba vibrante
y
a la vez con temor y temblor.
Yo
era pequeño entonces y todavía lo soy hoy,
pero
se alzaba altísimo ante mí
y
yo le respetaba como a un hombre de honor.
Mi
padre, era mi padre,
entre
todos los padres, el más sabio doctor.
Jamás
lo cambiaría por ninguno más rico,
de
los que había un montón,
como
El Bizco y El Píjeres,
El
Matacristos y El Ratón.
¡Ay,
no, no, no! Mi padre era mi padre,
todo
un señor.
Camino
de la escuela y de la iglesia, cuesta abajo,
siempre
me acompañaba un regato cantor,
y
en el toldo del carro de mi padre
ponía:
“cada día sale el sol”.
Sol
mío, me decía,
y
me lo creía yo.
Su
silueta tendera y extendida
aún
se expansiona por mi ancho corazón.
¡Padre
mío, vuelve,
vuelve
de Torrecilla, de Aguilafuente y de Carbonero el Mayor!
¡Vuelve,
que aquí estoy esperándote
como
en la verde infancia de Cozuelos y Griñón!
¡La
infancia, ah, la infancia,
la
residencia mejor!
Nunca
me haré yo grande.
Ni
falta que hace. No, no, no.
Apuleyo
Soto
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