miércoles, 17 de junio de 2020

17 Junio



17 Junio

Hoy, he querido recordar este relato verídico que ya publiqué hace unos años.

Mi primera comunión

Eran tiempos difíciles y mis padres bien escasos de recursos para celebrar modestamente este día.
Curiosamente mi prima Conchita hacía la primera Comunión quince días antes que yo. Su madre que era una bendita, sugirió que las dos podríamos surtirnos del mismo traje, o mejor dicho; yo me arreglaría con el traje que le habían comprado a ella después de su uso. La dificultad consistía en que el traje habitaba en Alicante y yo lo necesitaba en Murcia, pero no había problema. Mi tita Conchi al día siguiente de la Comunión de mi prima, se lo mandaría por correo a mi madre, vestido y complementos.
Entonces no existía la tecnología de hoy, ni nada por el estilo.
La estación de tren distaba a unos cuantos kilómetros de casa y mi padre labrador de la finca de su “señorito” el “BMV” que teníamos, era un viejo carro enganchado a una mula.
Tres viajes hizo el pobre con este “deportivo “de labranza, a la estación un día tras otro en espera de recibir tan apreciado paquete.

Cuando asomó cuesta abajo ya sabía yo que traía consigo el tesoro, pues hasta la mula con su carga parecía venir contenta. Mi padre sonreía entre dientes al sentir mis saltos de contento.
Como una loca y llena de alegría estaba deseando que mi madre abriese ese bulto entre redondo y ovalado que contenía el vestido con el cual yo haría mi primera Comunión.

A mi madre por poco le da un ataque al verme con el traje puesto. Mi prima medía casi medio metro mas que yo (es que a mi me hicieron algo escasa) y aquello me arrastraba por todos lados. Lo único que me quedaba al “pelo” era los guantes. ¡Qué bonitos! Decía yo.
- ¡Déjalos! ¡Estate quieta! no sea que se ensucien. La Comunión es pasado mañana. Contestó mi madre.
- ¡Ay!, mamá, déjame que me ponga solo uno, para enseñárselo a la tita Teresa.

Mi tía Teresa tengo que decir que fue nuestra segunda madre. Para cualquier cosa siempre estaba la tía Teresa solucionando problemas, ella junto con mi tito Pepe, mis primas Carmen y Tere eran mi segunda familia.
Pues nada, yo empecinada en enseñarle a mi tía el guante que me había puesto. Y mi madre, ¡que no!
Con muchos ruegos la convencí para que me dejase ponerme no solo uno, sino los dos, e irme corriendo a su casa para enseñarle cosa tan bonita.
Eufórica perdida y alborotada salí con los guantes puestos. Estos guantes de fino encaje donde yo me veía unas manitas preciosas.
De la alegría que sentía en ese momento ni siquiera miraba donde pisaba, con lo cual pisé una lometa llena de chinarro al volver la esquina y...¡Zás! caí todo lo larga que era (que no era mucho) poniendo las manos en la tierra.
Cuando me levanté del suelo habían desaparecido tres partes de encaje de cada guante, o sea... en la palma de la mano ni había guante ni nada. (Por más que me caliento la cabeza, aún no sé dónde fue a parar ese buen “cacho” de encaje que se perdió de cada prenda).
Con las manos rasguñadas y doloridas llegué a casa de mi tía llorando como María Magdalena, más que por la pérdida del guante por la cara que pondría mi madre cuando volviera a casa.
Mi tía Teresa que nos quería a mis hermanas y a mí como si fuéramos sus hijas trató de consolarme, pero yo no tenía consuelo, además pensaba que mi madre que jamás nos dio un cachete ese día de una buena zurra no me libraba nadie. Así que ella dulcemente como siempre, tiró delante de mi (digo delante porque yo iba agarrada a su cintura y debajo de su falda, para que mi madre ni me viese) y se fue a explicarle a mi madre (que estaba atareada con la aguja intentando adaptar el vestido de mi prima a mi diminuto cuerpo) lo que había sucedido.

¡Ay, Madre! Cómo se puso mi madre, ella siempre los disgustos los tiraba por la boca. Dijo y maldijo todo lo que le venia a su mente, hasta que mi tía logró tranquilizarla y pude salir de debajo de su falda sin peligro de recibir algún traqueteo.

En fin… yo no sé de donde sacó mi madre otros guantes, ni las explicaciones que le daría a mi otra tita (la que me había dejado el traje) pero lo que sí sé es que ese día de mi primera Comunión estaba yo radiante y preparada interiormente para recibir al Señor.

Mari Carmen




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